
Nunca usé carteras “de diseñador” para que no me confundieran con una vieja rica y me asaltaran. Bueno, la verdad es que tampoco las hubiera podido pagar. ¿La verdadera verdad de todas las verdades? No tenía idea de lo que eran aquellas porquerías de cuero con diseños aburridos que todos admiraban.
Ahora, que abundan tanto como las cucarachas en Nueva York, ni loca me compraría una.
Ví la primera Louis Vuitton en la Redacción del primer periódico en el que trabajé. La venteaba como trofeo -sin necesidad- la periodista más laureada, que además era hija de los dueños de un imperio de farmacias, y pariente de un prócer político. Impresionante pedigree, y mejor cuenta de banco. Ella viajaba el mundo entero con Louis y era la envidia de muchos. Yo no la envidiaba. La admiraba como periodista. Y no niego que me sentía como cucaracha en baile de gallinas cuando me hablaban de marcas de carteras.
A pesar de que tenía más estudios académicos que todos los periodistas de ese diario, yo era muy joven. Estaba recién salida del campo de un pueblo chiquito, la mayor de una familia de 6 hijos, y la primera en ir a la universidad.
O sea, que Luis Bitón para mí, podía ser cualquier pelagatos.
Con el tiempo, la prosperidad de mis colegas y la alcurnia de las individuas a las que me exponía mi trabajo periodístico, empecé a conocer y reconocer las carteras de marca.
Las mías también eran exclusivas y de marca. De mi marca.
Yo me las cosía en cualquier tipo de tela: lona, de saco, de mahón… lo que fuera. Y me buscaba unos pesos cosiéndole modelos parecidos a otras chicas jóvenes y con cuentas de banco tan flacas como la mía.
Se pusieron de moda las carteras y las correas con las dos C de Coco Chanel. Tampoco tuve. Pensaba que piezas tan caras eran atractivas para el amigo de lo ajeno y yo no estaba en el plan de provocar ese tipo de deseo.
Entonces los chinos… ¡ah! ¡los chinos! Esa multitud de seres humanos (de nuevo… tantos como las… ejem… las que ya mencioné en dos ocasiones)… Los chinos (sorry que me distraje con las cucas)… los chinos descubrieron que clonando cosas “de marca” podían descojonar la economía de distintos países. Imitaron relojes Cartier, herramientas Craftman, todo lo Swiss Army (que ya ni es Swiss, ni Army), y… ¡tara ta taaaan! Todo tipo de carteras. Los condenados las hacen tan bien que ya los pillos no se las roban. Es vox populi entre los ladrones que ni son valiosas, y que con seguridad, lo que llevan dentro no merece el riesgo de que los fiche la policía.
El otro día, cuando me llevaron al supermercado vi tantas carteras, sacos, sombrillas y hasta blusas con los diseños de corazones y flores gigantes, pensé: “¡Qué chulas! Parecen de la época de los hippies. Si tuviera 18 años y estuviera en la universidad confeccionaría unas así…”
Días después, la señora que me ayuda en la limpieza de casa me dijo que se había comprados dos relojes Britto.
-“¿Brito?”
-“Sí doñita, los de los corazones gigantes!”
Busqué en Internet y, ¡zas! Descubrí lo brito –digo- lo bruta soy yo, y lo astutos que siguen siendo los chinos para aportar al desmedido consumismo de los no chinos, ávidos de aparentar lo que no son. ¡Qué bueno que no confecciono carteras ya!
(El tonto oso de Tous de queda para otro día)