Cuentan y no acaban de una niña que se arrimaba a su madre para descubrir el secreto de las delicias que salían de la cocina. Uno de los trucos parecía ser una mezcla que la madre trituraba en el Osterizer. Estaban presentes las cebollas con sus tantos vestidos de capas; los verdes pimientos de corazón cundido en semillas y sus parientes los ajíes dulces, verdes también. El desfile de aromas verdes empezaba siempre con los cilantros, cilantrillos, ramitos de perejiles, culantro de hojas dentadas, cebollines, y la única blanca: una cabeza de ajos completa.
La mezcla iba a parar a unos envases de cristal de tamaño mediano. Era la época en la que todo se reciclaba. No como ahora que todo es desechable, como el matrimonio. Los envases de cristal con la mezcla verde, se guardaban en la nevera, hasta que el preciado contenido era requerido por algún arroz con pollo, un guiso, o una sopa.
En un momento dado, la madre de la niña cayó en cama para no levantarse. Entonces, el caudal de conocimiento adquirido por medio de la observación, fue utilizado. La niña le quitó los primeros vestidos a la cebolla, le arrancó el corazón cundido de semillas a pimientos y ajíes -que ya maduros, habían perdido el verde- y procedió con todas las hojas... que tampoco estaban tan verdes. Se sentía segura en la cocina. Recordaba paso a paso la rutina de hacer el sofrito... o al menos, eso creía. Pero la mezcla de ingredientes no le quedó verdosa, como acostumbraba. El color era de una rara tonalidad marrón.
Una ayudita de color no vendría mal, pensó la muchachita. Y se paró en un escalón portátil para alcanzar los colores vegetales que usaba su madre para darle color al frosting azucarado de los bizcochos de cumpleaños. Verde, verde, verde... ahí esta el verde. Y verde le agregó al sofrito para que le quedara como el de su madre.
Pero no contaba con el resultado normal de agregar color artificial. Escogió hacer sopas, uno de los platos favoritos de su padre, siguiendo la estricta metodología que le ordenó su madre desde la cama. Lógicamente, sucedió lo que tenía que suceder: papas, fideos y carne se volvieron de una tonalidad verde. Muy desagradable, por cierto.
Ninguno de los 5 hermanos quiso probar el brebaje verde con ínfulas y sabor a una deliciosa sopa de pollo. Solamente los padres se sacrificaron (cerrando los ojos). De no haberlo hecho, yo hubiera renunciado ipso facto a la cocina, y no haría las delicias que hoy tanto deseo provocan. El incidente de mis sopas verdes se recuerda como uno de los muchos experimentos que han sufrido las víctimas que se someten a mis muchos y aparatosos ensayos culinarios, camino a la perfección. Y eso, es algo que a Cualquiera le sucede.
2 comentarios:
Muy linda historia a lo verde!
Gracias... aunque no quedaran tan "lindas" las sopas, le agradezco mucho a mis padres, que nunca recitaran a Machado y su "Verde que te quiero verde".
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